Siempre
que viajamos con los niños hay contrariedades y protestas “porque
tenemos que ver esas casas viejas”, “estamos cansados”, “me duelen los
pies” “que tiene esa puerta que mamá se queda tomándole fotos”, “me
quiero ir al hotel”…
Sin
embargo, el fin de semana pasado que estuvimos en Lisboa, no hubo una
sola protesta (excepto que no pudimos
subirnos al tranvía con Papá Noel y casi lloró con mi hijo menor de la
desilusión) y eso que nos pegamos una paliza . Estaban de muy buen humor y hasta nos reímos de como nos
dolían las uñas de los dedos gordos de los pies, y de las técnicas de
frenado que cada uno usaba al bajar las empinadas cuestas de Alfama.
Será
la atmósfera tan humana de la ciudad, el fado o el caldito verde que
aquietan las almas, no lo sé, pero vinimos contentos y con ganas de
volver.
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