Elda Caridad. Fotografía

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Foto: internet.

Cuando era niña quería aprender a bailar salsa. Había heredado el escaso sentido rítmico de mi familia materna y lamentablemente no los genes bailarines de mi papá. A una temprana edad me propuse la tarea de vencer esa herencia que me condenaba en los cumpleaños infantiles a sentarme cuando los adultos animaban a los niños a bailar. No tenía yo la soltura de bailar de cualquier manera, cosa muy natural en la infancia, debido en parte a la timidez que acompañó mi niñez.

Angélica, mi mejor amiga de la infancia fue mi profesora de salsa. Ella, la menor de una familia de mujeres bailonas, con nueve años era lo que llamamos en mi tierra “un trompo” para referirnos a las personas que bailan bien.

Se dio a la tarea de enseñarme a bailar salsa en el salón de su casa después de los deberes escolares. Entre los muebles rojos que decoraban la sala, el aledaño tic-tic-tic de la máquina de coser de su mamá, los vinilos y el tocadiscos de aguja di mis primeros pasos. Era el tiempo del boom de la música caribeña con las estrellas de la Fania Records. Con la práctica y la disciplina diaria algún gen paterno tendría la obligación de despertar y así sucedió. Aprendí a bailar con las canciones del puertorro Héctor Lavoe, conocido como “La voz”. Nuestra preferida era “Ah ah ah no” por su ritmo suave para una pequeña aprendiz. Cuando la escucho me transporto a esas tardes de sudor, música, meriendas y una amistad cultivada para toda una vida.

Era el año de 1978 cuando en las emisoras de radio venezolanas empezaría a sonar un cantante de salsa que decía cosas importantes en sus canciones. Por primera vez los oyentes del género entregarían no sólo sus pies, sino también su atención a esas letras que cantaban cuentos. Era Rubén Blades, un escritor cantante de historias como le han definido algunos. Aterrizaba desde Nueva York en el Caribe con su álbum “Siembra” junto a Willie Colón, el disco más vendido de la Fania que contenía la crónica citadina “Pedro Navaja”, en poco tiempo se convertiría casi en un himno nacional. Rubén saltaba a los escenarios reivindicando en su letras a Latinoamérica en el tiempo que  la comunidad latina crecía en los Estados Unidos huyendo de las dictaduras militares que arrasaban la región.  Él mismo había escapado de la dictadura de su Panamá natal. En ese mismo álbum estaba "Plástico", un tema que desnudaba la superficialidad y nos descubría al polifacético Rubén, cantante, abogado, escritor, actor y político comprometido con América Latina que más adelante aspiraría a la presidencia de su país.
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Cuando el sol sale en Santiago, la ciudad resucita.




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 "Hay un boomerang en la city mi amor, todo vuelve como vos decís".
Fito Páez.



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Fotografía impresionista.
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Salgo a vagabundear un rato por las calles de Santiago. Desde la acera, el escaparate de una tienda en rebajas me tienta a entrar. En la puerta está un niño despatarrado y aburrido obligando a los clientes a dar una larga zancada al entrar. 

Cualquier gallinero está más ordenado que la tienda; ropa tirada por doquier, mesones de pantalones revueltos a 8.99.  Entre tanta confusión el mismo pantalón es asido por dos personas al mismo tiempo, perchas esparcidas en el suelo como una pista de carreras de obstáculos. Ante la histeria colectiva las vendedoras tienen cara de repetirse un mantra para no enloquecer acomodando la ropa que en segundos volverá a estar desdoblada sin misericordia. 

Por el altavoz animan el local con un reggaetón, el cantante es un hombre enamorado chantajeado por el movimiento sensual de las caderas al bailar de la mujer que ama. A mi alrededor veo maridos con el ceño fruncido haciendo de percheros, novios en la zona del probador esperando con emoción cuando la cortina se abre y sus chicas les preguntan como les queda el escote de moda, bebés en sus carritos recordándoles  a sus madres con enérgicos pataleos la hora del biberón, adolescentes que lanzan a sus amigas de un probador a otro las minifaldas de moda. Un chico joven enfundado en unos jeans pitillos al estilo Joey Ramones, le pregunta con inseguridad a la vendedora si no estará muy ajustado, se le marca hasta el alma.

Me divierto con el apartado de ropa kitsch, brillos, pelos y animal print: vestidos ajustados de lentejuelas y abrigos con pintas de leopardo, nunca han sido de mi agrado, me recuerdan más una fiesta hortera que a la elegancia. Aunque debo confesar que víctima de la moda, días atrás me he comprado unas zapatillas plomizas metalizadas que Robocop usaría encantado. Arrepentida, sólo las uso para caminar hasta las clases de yoga. 

Nada en la tienda me gusta hasta que veo un jersey de diseño gastado, envejecido, roto. Me enamoro de él porque es imposible que no se me salga el estilo grunge veinteañero esfumado por la edad, pero que siempre vuelve como una reminiscencia de aquellos intensos años en los cuales creía que mi vida sería una carrera de aventuras y desenfreno. Y aquí estoy sola, frente al espejo de un probador con esa luz cenital señalándome sin piedad el paso del tiempo, apurando los sueños por cumplir.  Me queda bien a pesar de que ese foco en lo alto diga lo contrario, la luz de los probadores son un atentado a la autoestima. Los fotógrafos sabemos que una luz arriba, directa hace estragos en cualquier rostro. Es tan siniestra como la monotonía. 

Al final compro el jersey a un precio casi regalado. En la puerta están dos ancianas con los brazos enredados, apoyándose mutuamente para hacer el paso más firme, una le dice a la otra: "entremos aquí, a ver que hay para nosotras”.

Sigo el camino con la bolsa en la mano, ahora me llama un café.
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Telescopio Werlisa Hercules 70076 + Canon IXUS 8015

La súper luna me ha traído un poquito de inspiración. Se había marchado sin avisarme dejándome a solas con las preocupaciones y los avatares diarios, pero ha vuelto gracias a mi pasión por el cielo. Me gustan las nubes, los atardeceres, las estrellas, las rayas que dejan los aviones pintando el celeste... Lo primero que hago por las mañanas al abrir las persianas es mirar cómo está el lienzo donde se pinta el cielo a diario. 

Esta semana he estado eufórica esperando a la súper luna, la más grande desde hace 70 años. Me encanta esperar con entusiasmo estos espectáculos celestiales. Desde que vi la predicción atmosférica anunciando cielos despejados que permitirían ver el satélite terrestre cerquita comencé a prepararme. En Galicia son poco visibles porque el cielo está encapotado la mayor parte del año. Esta vez era una oportunidad única.

Me hice fan de las súper lunas, la lluvia de meteoritos, y toda clase de fenómenos astronómicos, desde que por allá en el siglo pasado presencié un eclipse total de sol, una de las experiencias más sublimes en mi vida. En parte porque en mi tierra nos preparamos y lo celebramos como la gran boda del siglo: el sol y la luna se abrazaron un 26 de febrero de 1998, declarado día festivo en todo el territorio nacional, porque sí una cosa tenemos los caribeños es convertir un suceso inusual en un pretexto para montar una fiesta. El eclipse fue un acontecimiento tan esperado como la elección de la Miss Venezuela.

Para observar el eclipse nos reunimos familias y amigos. Las plazas de la ciudad se llenaron de gente para festejar el acontecimiento en grupo.  Ese día todo se trastocó, en algunas zonas el alumbrado público se encendió de pronto, los perros y los pájaros se fueron a dormir con el anochecer prematuro, y despertaron en la breve penumbra desconcertados con los gritos y los aplausos de toda la ciudad en júbilo. Recuerdo claramente las “sombras volantes”, esas franjas de luz y sombra que aparecen durante los eclipses regando por todos lados pedacitos de lunas menguantes. Inolvidable. 


Así que ayer fue una ocasión especial para desempolvar el telescopio. La última vez lo habíamos usado para ver a Júpiter que en esa ocasión era visible a ojo pelao por los terrestres. Yo con anterioridad a estos fenómenos empiezo a entusiasmar a la familia y a preparar la logística: cámaras, libros de astronomía, apps de mapas celestiales, abrigos, bocatas… y si pudiera poner globos pintados de planetas en el techo del coche anunciando la actividad astronómica e invitando gente lo haría. En esa ocasión nos fuimos a un descampado en las afueras de la ciudad para ver si podíamos también observar a alguno de sus satélites. Cuando llegamos mi marido se dio cuenta que había olvidado el trípode del telescopio, en ese momento tuve deseos intensos de enviarlo directamente a Júpiter para que la gravedad del planeta lo convirtiera en un reptil y se quedara pegado a él para siempre. Terminamos resignados comiéndonos los bocatas dentro del coche mirando aquel puntito en el firmamento llamado planeta. 

No se me volvería a chafar la fiesta de esa manera otra vez. Desde antes del atardecer puse todo a punto para esperar  la supermoon y poder fotografiarla en todo su esplendor. Y así fue, se veía tan brillante a través del telescopio que nuestras pupilas se enloquecían en cada observación, acoplé como pude la cámara compacta en el visor del telescopio para tener un recuerdo del día en el cual la luna nos miró a 356.511 kilómetros de la Tierra desde esa posición que los científicos han llamado perigeo. He querido guardar esa luna cascabelera de queso o de pan como decía aquella canción de mi niñez. 

Mientras la observaba pensé en todos los mitos que se han dicho sobre la influencia de ella en nuestras vidas, las canciones que se le han dedicado, el significado romántico de mirarla fundidos en un abrazo de enamorados, la relación de sus fases con la psicosis, con los hombres lobos...  La única certeza nos la cuentan las mareas.

Cada cultura le otorga una leyenda mágica, porque al final como leí por ahí “sin la poesía la luna sólo es la luna".


Tonada de Luna Llena en la maravillosa voz de Natalia Lafourcade.
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"Llovió durante toda la tarde en un solo tono. En la intensidad uniforme y apacible se oía caer el agua como cuando se viaja toda la tarde en un tren. Pero sin que lo advirtiéramos, la lluvia estaba penetrando demasiado hondo en nuestros sentidos. En la madrugada del lunes, cuando cerramos la puerta para evitar el vientecillo cortante y helado que soplaba del patio, nuestros sentidos habían sido colmados por la lluvia. Y en la mañana del lunes los había rebasado".

Fragmento de Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo de G.G Márquez.
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Ayer el mal tiempo se anunció con bombo y platillo. Hubo un viento feroz que llegó sin avisar acompañado de un cielo de un color amenazante indescriptible. En los veinte minutos que duró, silbó con fuerza, despeinó árboles, desbarató vallas, voló contenedores, dobló paraguas, meció farolas, inquietó el vuelo de los pájaros y mortificó a la gente en la calle que corría buscando refugio ante tanta furia. Se apagó de pronto y nos dejó la lluvia intermitente quizás hasta cuando... Vivo desde hace años en Santiago y aún me asombra la rareza de su cielo.
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Instalación artística de Ana Soler. Ciudad de la Cultura.
Santiago de Compostela.
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Serie fotográfica "Hogar, dulce hogar" para la Revista MUU+Artes y Letras de la editorial La Vaca Mariposa.
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Campus Vida. Santiago de Compostela
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