Mauricio de filosofía
Mauricio mi amigo de la facultad era estudiante de filosofía,
aspirante a escritor y entusiasta de cambiar el mundo.
Lo conocí en el bus gratuito de la universidad, Mauricio venía a mi lado en uno de los recorridos donde los estudiantes íbamos apretujados ahogados de
calor. Yo iba cargada de mis pinturas para la clase de expresión
plástica y sin saberlo le volqué un bote de pintura roja en su
pantalón que chorreaba desde mi mochila apoyada en mis piernas. Exclamé de estupefacción, él se asustó bastante con la hemorragia falsa de nuestros pantalones. Quise
remediarlo suplicando que me llevaba sus pantalones para lavarlos en casa, que le dejaba uno de mi papá, que
irse en ropa interior no era tan grave. Así, entre el accidente y las risas
surgió la amistad.
Me esperaba en la cafetería para
desayunar después de sus clases de humanismo y democracia entusiasmado, cargado
de sueños imposibles y de su libreta de espiral amarillenta por el manoseo en donde
garabateaba sus historias. Me gustaba descifrar sus relatos con su caligrafía
desordenada donde las a se confundían
con las u, mientras él en silencio se
tomaba el café con leche sin azúcar de todas las mañanas, esperando nervioso mi veredicto. Sus historias estaban invadidas
por su propio aire melancólico y nunca tenían un final feliz, como fue su
propia vida.
A Mauricio le perdí la
pista, pero supe que no le fue bien, me quedé para siempre con el
comienzo de una de sus historias escritas en la servilleta de una mañana
nublada con un lápiz entristecido, un café desabrido y como un presagio de lo que le iba a suceder: “Y allí estaba ella, empujándome al
precipicio que era su mirada”…
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