Una tarde en la biblioteca por mucho que intentara concentrarme en la lectura, no pude resistirme a la mala educación de escuchar una conversación ajena que tenían un puñado de abuelos en la mesa contigua. Un señor bastante viejo contaba unas historias dignas de un Indiana Jones gallego ante el asombro y la perplejidad de los oyentes.
Contaba sus aventuras en la selva a bordo de una lancha que lo transportaba a la construcción de una represa, acompañado de obreros borrachos que por más que la lancha se zarandeara no caían al río.
Graficó con sus manos el tamaño de los mosquitos de ese lugar y aseguró haber visto con sus propios ojos como las pirañas engullían en cuestión de segundos a una vaca. Habló de los sembradíos inmensos y de la pena que sentía al ver como como los desbarataban con la construcción de carreteras. Supe que sus aventuras transcurrían en Venezuela cuando nombró el río infectado de peces carnívoros, el Orinoco.
Me hizo recordar las historias que me contaba mi padre de las travesías que lo llevaban junto a hombres de otras nacionalidades a las plataformas petroleras, a través de un lago enfurecido que hacía llorar a los hombres de nostalgia y miedo con el bamboleo violento de las mareas, en medio de la oscuridad de la madrugada. Allí aprendió a saludar en idiomas tan dispares como el goajiro, el italiano o el alemán.
Una amiga venezolana me contó que en una parada de autobús conoció a una mujer gallega que había sido la cocinera de Arturo Uslar Pietri en su casa de Caracas. Adaptaba los menús de esta tierra al calor del trópico. Sabía cuál era el plato preferido del escritor y de amigos que frecuentaban su casa como lo eran Carlos Andrés Pérez, Luis Herrera Campins o Teodoro Petkoff, en el tiempo en que hombres y mujeres de tendencias políticas diferentes podían compartir una cerveza sin insultarse. Fue una pena que la dejara escapar.
En una oportunidad saqué de la estantería de la biblioteca de un centro sociocultural un libro sobre la emigración gallega en Caracas de un autor desconocido. Cuando llegué al mostrador con el carnet, me dijo el bibliotecario: "este señor viene a leer el periódico aquí y eres la única persona que se ha llevado su libro, seguro que le gustaría saber que tiene una lectora, tiene 90 años". El libro estaba lleno de nostalgia del tiempo que fue profesor universitario en Caracas.
Leo esta noticia, veo la foto y pienso en las miles historias que deben atesorar estos señores y que son dignas de ser escuchadas, al menos para mí, porque estos emigrantes con sus relatos nos consuelan con un país que la memoria idealiza.
Foto: Marcos Míguez |
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Ayer en la noche, el mismo día que escribí esto, vamos a tomar una tapa en un bar del centro de Santiago. Estamos de pie en la barra conversando con el camarero, cuando giro y veo la mítica foto de la emigración gallega ampliada, enmarcada y colgada en la pared y le digo: "que casualidad, esa foto salió hoy en La Voz", y me dice: "el chico sentado en la maleta es el suegro del dueño del bar". Y seguimos conversando un buen rato.
El mundo aunque seamos muchos más, sigue siendo un pañuelo.
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